RE-FLEXIONES

¿Por qué no REDUCIMOS la velocidad, y pausadamente, nos paramos un rato a pensar?

Pequeños relatos que nos introducen en la reflexión sobre las sencillas cosas de la vida 

 

 

 

 

El gran Salto

Cuarenta, treinta y tres, dieciocho, diez, cuatro, tres, dos, uno… ¡misión cumplida! 

No sabría muy bien cómo describir tan estimulante situación. De lo que estoy seguro es de que me sentí por fin libre.

Mis ojos verdes comenzaron un lento proceso de integración en el azul inabarcable del océano, no sin antes pasar por el gris texturizado de una nube incrustada en el cielo, cuyo extremo indicaba la única dirección a seguir.

Las mañanas en clase se hacían eternas. Era imposible quitarse la imagen de Minerva, Mimi, de la cabeza. Se sentaba justo delante de mí. A la izquierda. Mientras, en el ángulo muerto que quedaba entre la pequeña columna y la figura dominadora del espacio, Angus, la profesora de lengua y literatura, yo escribía a diario las más fantasiosas historias de amor que jamás pude inventar.

Era Mimi más bien redonda, con unas curvas giradas en la amplitud de los ciento ochenta grados de mi vista, de aires rurales, bastos, pero sensuales. Su padre era granjero y ella le ayudaba siempre que podía en las duras tareas que se daban en estos lugares. El olor genuino a heno, húmedo y con tintes silvestres, se fundía con el de su cabello, que ponía el contraste químico y afrutado del mercado global. Sí, una mezcla explosiva, me atrevería a decir, inimitable.

¿Cómo me pude enamorar de esa manera tan inconsciente? ¿O cómo de aburridas llegarían a ser las clases para alimentar un amor tan incívico y desobediente? La verdad es que me daba igual, es tan apasionante sentir la furia de la tormenta en el interior de mi estómago. Pero lo más preocupante es que pasaban las semanas y Angus se hacía cada vez más insufrible, y mi imaginación corría a toda velocidad entre las piernas de Minerva, Mimi, la hija del granjero, la del maldito exudar de su cuerpo amarrado a mi mente, ya completamente desorbitada.

Un día, al salir de clase, apenas recorridos unos metros desde el instituto, Mimi me abordó. Mi corazón se precipitó bruscamente hacia el escaso vacío existente antes de toparse con los pulmones. Un golpe duro de pecho hizo casi que perdiese el conocimiento. Mimi estaba entera y redonda frente a mis ciento ochenta grados de visión. Llenó mis sentidos y vació mi equilibrio, físico y emocional. Me dijo con voz áspera que ella sabía perfectamente todo mi interés por su persona. La aspereza sorprendentemente no denotaba rechazo. La aspereza formaba parte de un incorregible universo de aislamiento rural. Sonaba como el canto de una oropéndola en celo. Había que encontrarla simplemente en el fondo del bosque.

Terminó de hablar con apenas un puñado de palabras que cerraban toda probabilidad de réplica.

Si quieres encontrarme, ven mañana al acantilado. Te espero al atardecer. Y así hice. Al día siguiente, mientras el sol ya perfilaba la línea perfecta y horizontal del acantilado, me fui dirigiendo con impaciencia hacia el abismo de su más allá. Sólo irrumpía en la geometría limpia del horizonte un pequeño árbol de ramas abiertas del cual emanaba un canto melódico e intermitente, el de la oropéndola, cuyos vistosos colores asomaron tímidamente entre los escuálidos chorros de luz crepusculares. 

En el más allá se escuchaba la voz áspera y fundida de Mimi. Sonaba tan dulce como el de la oropéndola.

Ya casi en el mismo borde esa voz se aclaraba más y más surgiendo feroz y viva del interior oceánico.

Sus últimas palabras antes de decidir formar parte eterna e indisoluble del paisaje sonoro y visual circundante fueron:

 «Aquí me tienes y aquí te espero. Salta para reunirnos en donde nadie pueda impedir nuestro encuentro. Somos sólo tú y yo unidos en la misma dimensión. Ahora ya todo es presente. Este será el gran salto que no te atreviste a dar, pero que, por fin, romperá esa distancia infranqueable que te tuvo desconectado del mundo tanto tiempo» 

¡Salta!

 



Amor Z6887

Azul, rojo, luz, negro. Fuuuuuun, fuuuuuun. Por el túnel se perdía el último vagón, del último tren, en la última hora antes de cerrar las puertas de todos los accesos a ese infinito laberinto conocido como metro. 

Justo en el otro andén, en el vacío de la estación, irrumpió la imagen de una mujer que me dejó impresionado. De su mirada clavada en mis ojos brotaba una exaltación desorbitada de intenciones, descarada, directa, arrogante, al mismo tiempo que me llegaba una señal de alerta. Fue un poco extraño. A esas horas no suelen entrar demasiados mensajes al móvil. Lo escuché girando mi cabeza hacia un lado. Una voz femenina, leve y envolvente, dispersaba su sonido por mi entorno auditivo. Miré de nuevo al frente. Ya no había nadie en el andén.

−Hola, Marius. Te espero en el pasillo, justo antes de las escaleras mecánicas.

Intenté buscar alguna respuesta, fue imposible. Su identificativo era Amor Z6887. Ni idea. Total, solo tenía que andar unos metros para alcanzar el punto señalado. 

No tardé ni cinco minutos en encontrarla, y allí estaba, con la misma mirada que me dejó desconcertado, si cabe, ahora más penetrante y retadora.

 La abordé mostrando el mensaje.

−Hola. No sé si tienes algo que ver con esto. Perdón por mi atrevimiento, me llamo Marius.

Ella respondió con decisión.

−Sí. Te llevo siguiendo un rato. Me siento atraída por ti. Soy tímida, aunque mi mirada no consigue esquivar la tuya. No puedo evitarlo.

Sus palabras me hicieron perder el control.

Se acercó tanto que llegó a rozar sus labios con los míos impregnando todos mis sentidos con su indomable aroma.

−No puedo contener mi deseo. Yo también he perdido el control. Tengo que irme.

−No te vayas por favor. Necesito que hablemos. −contesté.

−No es posible. Si puedo te escribo esta semana. 

La última frase casi ni fui capaz de escucharla porque ya me estaba besando, a la vez que yo me estaba desvaneciendo, perdiendo el sentido hasta ahogarme bajo su imponente presencia.

Fue tan incontrolable el momento que cuando quise volver a la realidad ella ya no estaba. Fuuuuuun, fuuuuuuun. Se había esfumado.

Pasaron los días. No hubo señal alguna de contacto. Diluida la esperanza de volver a verla, recibí al fin una nueva comunicación. Era sin duda su voz embriagante.

−Hola, Marius. Soy tu amor Z6887, si quieres continuar el juego, bizum 45€. Estoy para complacerte, eres libre de decidir. 

 

 

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